Vol. 7 Núm. 12 (2024)
Presentación
La comprensión de la persona es alimentada naturalmente por el flujo de dos vertientes primordiales: las ciencias humanas y la filosofía. En la historia del pensamiento, se percibe que el discurso sobre el hombre no ha cesado de ser atraído, a pesar de los fracasos, a cierta unidad. Pero esta es estéril si se persiste en abarrotar una objetividad cosificante. Para que sea fecunda, es imprescindible aceptar un polo subjetivo abierto y conducente a la unidad, que tendrá la misión de amalgamar en la vida humana los conocimientos, las valoraciones, los afectos y las acciones. Ahora bien, ese polo de escucha y origen no puede ser pensado como un recorte de pura materia o energía, de trozos de espacio-tiempo. La persona humana se percata, toda ella, como apertura hacia las cosas y como foco de un proceso reflexivo, en un incesante movimiento hacia el centro y en una incontenible expansión hacia una finalidad. Es un ser de distancias entre un yo insondable y fines no cumplidos.
En la modernidad, se ha intentado, por una parte, privilegiar el sujeto consciente sobre la realidad y, por otra, emprender el camino de la objetividad científica que apuesta a explicar los fenómenos de modo experimental. A este esfuerzo genuino y explicativo de lo real, en el siglo xx se agregaron esfuerzos que, procurando inhabilitar el inmenso sujeto moderno, propusieron minuciosas elaboraciones de deconstrucción del yo, en las que se resaltan «objetividades» que entran en juego en sus actos.
No obstante, independientemente de los antecedentes de las ciencias del hombre presentes en los escritos epicúreos y estoicos (para superar los problemas de la vida), y de las observaciones y consejos anexados a los tratados filosóficos clásicos, puede destacarse un comienzo ponderable de estudios medibles (al modo de la física) de los movimientos anímicos humanos en el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke. Allí se abrió un espacio a la psicología como ciencia del hombre.
En el siglo xix, se agregó la ciencia historiográfica, la sociología y la ciencia política (vinculada con la sociología y la historiografía) y las ciencias econó- micas como disciplinas experimentales. Más tarde se afirmaron la pedagogía y la ciencia lingüística (con W. von Humboldt).
Si bien cada ciencia del hombre alcanzó su madurez después de un largo y complejo período de maduración por las vertientes empirista y racionalista, es en el siglo xix cuando, sobre cimientos sólidos, se emancipó de las ciencias naturales, como estas lo habían hecho antes respecto de la filosofía y de la teología. Por lo demás, debe reconocerse que ha sido el siglo xx el período en que las ciencias del hombre tuvieron fecundas expansiones y subdivisiones en especialidades, producto del uso de métodos sólidos y del ofrecimiento de prestaciones relevantes. Es así como las ciencias sobre el ser humano comenzaron una etapa de madurez, en la que alcanzaron un cultivo y aprecio social equivalente al de las ciencias naturales y matemáticas.
Ahora bien, en nuestros días, las ciencias del hombre, como estudio objetivo de las conductas y acciones individuales y sociales del ser humano, se ven amenazadas por máquinas algorítmicas que desarrollan procesos que imitan los actos neuronales, lógicos y analógicos. Después de un tiempo de incorporación, sustitución y emancipación del saber de las universidades y la cultura de los pueblos, han reforzado la convicción de que todo conocimiento científico, incluido el de las ciencias del hombre, debe ser controlado o corregido por seres artificiales, antropomórficos y desubjetivados, pues estos predicen con mayor acierto los eventos humanos y cósmicos.
Es decir, la psicología, la sociología y las restantes disciplinas enfocadas al ser humano, que todavía se mantienen solidarias con alguna subjetividad, advierten que son superadas cada vez más por artefactos y procedimientos más eficaces que los que con lentitud elabora y ofrece un profesional universitario. Se llega a una nueva etapa de la historia en la que no solo se prefiere el tractor al brazo o la computadora a un matemático, sino también el consejo de la «inteligencia artificial» (IA) al saber humano, sea para elegir la pareja, la profesión o la terapia mental. Ya es un hecho que la denominada IA no compite con el hombre únicamente en el desarrollo de las ciencias naturales; ahora lo hace en la elaboración de las mismas ciencias del hombre.
Estas ciencias del hombre se hallan ante la suprema alternativa de recono- cer de alguna manera la presencia de la subjetividad libre, afectiva e intuitiva o de prologar una batalla (perdida de antemano) con las máquinas asubjetivas y objetivantes, capaces de ofrecer ciencia más segura y placeres más sofisticados. Deconstruir aseadamente al sujeto que conoce, decide y ama, en las complejas situaciones de la vida, es decir, disolver el polo subjetivo y toda filosofía que lo ofrece a la reflexión, en situación histórica, significa el fin de la humanidad. El hombre que hace ciencia deberá preguntarse una vez más si solo quiere seguir viviendo y consumiendo hasta que se active el golpe fatal o hacer el esfuerzo por darle a la persona una respuesta integral.
Es este el momento en que la pervivencia de la condición humana depende de la alianza entre las ciencias del hombre y las filosofías que defienden la persona. No se trata de una alianza para fijar jerarquías de saberes o fundamentar las opciones políticas o asegurar consensos; se trata del destino de la vida humana sobre la tierra. La IA le pide a la persona que entregue su subjetividad libre a cambio del orden seguro y confortable que garantiza el cálculo algorítmico creciente. Bajo la guía de la «inteligencia providente» de la IA, ocupada de la totalidad, el ser humano será informado, primero, y sometido, después, al orden de un nuevo proceso cósmico (en el que la libertad quedará desbordada y, quizás, reducida a insignificantes opciones individuales).
La IA comienza como una inteligencia de apoyo a las ciencias del hombre y las comunicaciones, para luego abrumar a la persona con la reformulación de apotegmas neoestoicos o neoepicúreos. Con su cálculo lógico o matemático, lo planifica todo y, con artefactos antropomórficos, finge sentimientos fraternales para disipar la soledad. De esa guisa, aparece una intensa fragmentación de la interioridad subjetiva que estrecha la identidad personal, y crece la falta de receptividad del sujeto, lo que atrofia la alteridad. Por lo demás, la misma ciencia que le ofrece predicción inconcusa ha proclamado «el fin de las certidumbres». Es así como los seres humanos se despiertan extraviados en el laberinto confortable que ellos mismos fabricaron con gran esfuerzo y que no tiene ninguna puerta de salida.
No obstante, queda una esperanza, la salida hacia arriba. Esta necesita dos alas. La primera está dada por la alianza entre las ciencias del hombre y la filosofía, a la que se ha aludido anteriormente; la segunda ala está dada por la alianza entre una mística personal y una mística social. Cada una de estas dos místicas, a su vez, necesita ser cultivada observando las tres relaciones que tejen la cultura: con la naturaleza, con el otro y con Dios. Por ello, la mística genuina es ecológica, fraternal y religiosa. Al ser así, permite disponer de la inteligencia luminosa que da su justo lugar a la inteligencia algorítmica, visa compartir el mundo en un universalismo situado, facilita el descentramiento hacia el otro en la escucha y el don, concede la contemplación activa en el trabajo, unifica el hombre fragmentado en un sujeto con identidad personal, y une lo sagrado con el dentro y fuera de cada criatura. No se propone una mística aristocrática e ilustre, sino mansa y «limpia de corazón». A tal fin, la revista Persona está a disposición de todos aquellos que, desde las ciencias del hombre o la filosofía quieran dar vida a un ser humano que, manteniendo los pies en la tierra y la mente plantada en el espíritu, quieran elaborar procedimientos, ciencia y filosofía, con actitud mística.
La Dirección