Vol. 5 Núm. 9-10 (2020)

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Presentación

 Nuestra publicación se ha impuesto repensar, y no repetir o parafrasear, los grandes temas de la reflexión sobre la persona, fiel a la tradición cristiana y animada a plantear e integrar los problemas y saberes sobre el espíritu encarnado al modo de conceptos o praxis. Hemos memorado las sendas marcadas por los seres humanos que donaron su vida a la elaboración de la ciencia y el arte, para el bien de todos. En especial, hemos gozado con el don de los escritos de numerosos docentes e investigadores que, animados por la laboriosidad y mensajes del Hijo del carpintero de Nazaret, enmarcaron sus palabras en la lógica y en las necesidades de la casa humana común de nuestros días, cada vez más pequeña y frágil, aunque lugar privilegiado de un cosmos más y más grande. En el umbral, antes de pasar a los escritos ricos en humanidades de nuestra publicación actual, nos permitimos recordar algunos conceptos sobre el ser personal del hombre.

En el horizonte histórico-cultural de la antigua Grecia, no se elabora el concepto de persona. El ser humano, básicamente, aparece como la individualización de lo universal del espíritu cuando cae en la materia y permanece en ella hasta que la muerte lo devuelva a la universalidad prenatal. En cambio, en el horizonte de la alianza, primero hebrea y luego cristiana, tejida por el diálogo entre Dios y el hombre, se ofrece a los seres humanos poder participar de la vida divina. El hombre puede dialogar con Dios porque es persona y su ser se caracteriza por conversar con el tú humano y con el Tú divino. Cuando dialoga, cada ser humano libre e histórico advierte que puede disponer de sí mismo y, al experimentarse como yo personal, frente a un tú, siempre misterioso, conjetura que el Misterio Santo no solo es su interlocutor, sino también en sí mismo comunidad de diálogo: una triple particularidad unificada por el coloquio. Es así que, en el horizonte cristiano de los primeros siglos después de Cristo, el concepto de persona se origina para definir las particularidades en la unidad de Dios. Concomitantemente, se reconoce que dicho concepto puede aplicarse, por analogía, a toda criatura espiritual capaz de escuchar y hablar con Dios o con el otro humano.

La reflexión cristiana, en el primer milenio, elabora el concepto de persona (o hipóstasis) a partir de la actuación salvífica de la divinidad como Padre, Hijo o Espíritu Santo. Así se reconoció la articulación de tres sujetos a partir de sus orígenes divinos o procesiones. Luego, estas suscitaron la doctrina de las relaciones que ligan entre sí a los sujetos. Entendieron que tres formas distintas y coeternas de relación inmanente, de donación total en el amor, conllevan la misma y única naturaleza divina. Según Gregorio Nacianceno, los nombres dados de las personas divinas, antes que esencias, designan relaciones. Aurelio Agustín (siglos iv-v) sostiene que, en Dios, lo que se dice según una relación interna no se afirma al modo de un «accidente». Destaca cierta compatibilidad en Dios entre los conceptos de persona y relación. Antes, Basilio de Cesarea (siglo iv) había reflexionado sobre la relación, destacando que los relativos son conocidos simultáneamente. Cirilo de Alejandría (siglos iv-v) añade que los nombres relativos se significan mutuamente y cada uno lleva al conocimiento del otro. Si la persona es conocida en relación con otra, entonces el propio yo solo es conocido profundamente en relación con el tú.

En el siglo xiii, Tomás de Aquino, original intérprete de la filosofía griega y gran teólogo cristiano, que concede el primado a la existencia en el movimiento general de los seres hacia su Creador, introduce la persona en el ser por el acto de ser (esse divino o participado). Con ello da terminación a una esencia finita, impidiendo que la existencia pueda unirse a otra esencia substancial, fijando su independencia y autonomía. De este modo se origina el individuo subsistente (Dios subsiste por el esse puro; las criaturas, por el esse compuesto por la esencia o participado). El esse divino no supone nada para subsistir; el esse finito supone la esencia y accidentes. El subsistir no es una formalidad, sino el acto último, el constitutivo real de todas las cosas. A partir de los conceptos anteriores, Tomás elabora su noción analógica de persona: el ser subsistente que existe siendo una naturaleza racional incomunicable.

Ludwig Feuerbach, en el siglo xix, en contrapunto, concibe la persona como relacionalidad radical entre el yo y el tú en una comunidad vital y sensible concreta. En el siglo xx, junto a estudios desde el horizonte bíblico (F. Ebner, M. Buber), se desarrolla la fenomenología (E. Husserl, M. Scheller, R. Guardini), que se extiende al análisis fenomenológico de la persona. En el fenómeno de la amistad, los fenomenólogos hallaron una situación apropiada para explorar y descubrir lo más íntimo del ser humano. La unión, el conocimiento y el afecto crean una atmósfera de confianza en que surge el amor genuino, esto es, el diálogo de amor, en el que cada uno libremente se dona al otro y lo recibe como un don: cada uno responde como un  adonado donante que comunica su sí mismo desde lo más hondo de su vida y se percata como siendo o haciéndose persona, esto es, en su ser íntimo para el otro. Cada uno se constituye un yo frente al tú, adquiere conciencia de sí mismo al advertir que es para el otro; se entiende y existe a partir del sí mismo en relación con el tú. Sin el tú, sería imposible seguir siendo un yo, lo más íntimo de sí mismo. Por tanto, ser persona significa ser un sí mismo en relación con un tú. La persona no es un ser previo a la relación (un ser tal no permitiría expresar el misterio del hombre ni el Misterio cristiano). En la relación, la persona es donante y adonada, servidora y servida, habla y escucha, entrega y recepción, ser y tiempo, liberadora y liberada.

Más allá de la persona relacional, que nos brinda la fenomenología, se ha planteado la necesidad de un trasfondo óntico para que la persona no cese cuando no realiza actos voluntarios de relación. Ciertamente, no es esto problema para quienes defienden el concepto actualista puro de persona (como centro dinámico de actos), pues no se ocupan o no afirman la existencia de una base óntica que dé continuidad a los seres personales que se relacionan. Dentro de las vertientes que reclaman una base óntica, nos limitamos a destacar, genéricamente, dos. En primer lugar, las metafísicas sustancialistas tradicionales que toman como base el ser personal sustancial, un ser-para-sí, pues definen la relación como un accidente. En segundo lugar, las corrientes que proponen partir de la relación para alcanzar luego la base óntica de las personas vinculadas. Reclaman estas elaborar más bien una ontología a partir del fenómeno de la relación interpersonal, en la cual es persona el ser singular que está en relación óntica y creciente con otro ser capaz de diálogo. Esa relación supone que el ser personal (finito) está siempre en alguna vinculación con el Otro divino que lo crea o recrea. Entonces, la persona finita se constituye como respuesta singular al Otro. La respuesta humana origina un ser que puede hacerse más o menos persona conforme a sus réplicas a las llamadas del Otro, o de los otros. Este diálogo supone la acción continua del Creador que torna posible la autosuperación de las personas humanas en sus procesos históricos y que, al crecer la relación de amor, hace que sean más profundamente personas. A grandes trazos, puede seguirse que se debe escoger, para elaborar una síntesis superadora con fundamento real, entre la vertiente que parte de la persona autónoma para sustentar la relación, y, por otro lado, la que, partiendo de la relación, justifica la presencia de las personas que se vinculan, sin anular sus libertades y autonomías o, mejor, perfeccionándolas.

                                                La Dirección

 

 

Publicado: 2021-09-11

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